9 mar 2010

El más bello paraíso es la infancia
R. M. Rilke

EL BUHONERO

Cuando en Bórmigos aparecía el buhonero, aquello era una fiesta para los niños. Llegaba por el polvoriento camino del Cañaveral, con sus zapatos rotos, tirando del ronzal de un asno cenizoso de ojos castaños que miraban tristemente. Pero aquella tristeza del asnillo no se me colaba entonces por el alma. Debía de quedar retenida en el filtro de la ingenuidad de mis pocos años y sólo he podido rescatarla mucho después, cuando el tiempo colocó las cosas en su sitio y aprendí a escarbar por debajo de la alegría de su visita, para hacerme preguntas: ¿De dónde vendrían aquellos hombres? ¿Cómo vivirían con tan escasa ganancia? ¿Qué habrá sido de ellos?.

Pero para entonces los buhoneros ya habían dejado de pasar por Bórmigos y yo me había convertido en una mujer. Hasta ese momento las cosas me parecieron mucho más amables.

Aquel buhonero, alto y enjuto, del asno gris era uno de los muchos que llegaban al pueblo y, no sé por qué, el que más grabado se quedó en mi memoria. Pero había otros, como uno que empujaba un viejo carrito de ruedas verdes y tocaba un silbato anunciando su llegada. Llevaba este buen hombre un sombrero de fieltro, sucio y raído, y tenía un ojo blanco, perdido en quién sabe qué tristes circunstancias. Cuando nos entregaba los obsequios nos miraba, el pobre, con su único ojo, vivo y profundo como un pozo sin fondo.

Llegaban los buhoneros, repartidores de sueños, con sus cestas de mimbre llenas de baratijas, codiciadas delicias de niños pobres: anillos de hojalata, relojes de metal brillante, globos de colores: azules, blancos, morados. Hasta platos de cerámica y cuadros de santos, enmarcados por las esquinas con papel satinado.

-¡Niños, el traperooooo!

Y recuerdo a Mariquilla la Paniza, con la reja oxidada de un arado viejo, a la tía Ignacia, llevando un revoltijo de guiñapos descoloridos y, sobre todo, a mi primo Carlos, que saltaba la tapia del corral en el que los ferroviarios guardaban la chatarra de las vías del tren, y volvía luego con los bolsillos llenos de tirafondos rotos, para el trueque mágico.

Ni los más lujosos escaparates de las tiendas que vi después en la ciudad me proporcionaron nunca tanta alegría como la cesta de aquellos vendedores peregrinos. El primer reloj de mi vida se lo cambié al buhonero del borriquillo gris por unos trapos viejos. Estaba hecho de chapa reluciente, con unas agujas azules que marcaban, invariablemente, las nueve menos cuarto porque en los maravillosos relojes del buhonero el tiempo y la eternidad eran la misma cosa. Me sentía tan feliz con aquella baratija que subía disimuladamente la manga de mi blusa para dejarlo ver.

Y hasta no hace mucho tiempo, en una repisa de la que fue mi casa, hubo dos platos que mi madre le compró un día al buhonero. Dos platos blancos de tosca cerámica con una franja amarilla sobre el borde y un gallo de colorines en el fondo, como saludando al alba. Allí los tuvo ella toda la vida y allí permanecieron luego varios años después de su partida, solos y polvorientos, como dos humildes vestigios del pasado, huérfanos ya de la mano que los cuidaba.

¡Ay, pobres buhoneros de mi infancia, huéspedes del camino! ¡Forjadores de ilusiones maltrechas por el tiempo! Se marchaban por el mismo camino del Cañaveral, en las mañanas azules o en las tardes rosadas y se perdían luego, a lo lejos, entre un dulce sonido de esquilas, cobijado en el viento.

Pasaban muchos buhoneros por Bórmigos pero ninguno como aquél del asno gris de mirada triste, cuyo grito me parece oír todavía cuando cierro los ojos.

-¡Niños, el traperooooo!

Alondra

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