30 mar 2010

Yack

A los seis años el mundo es diferente. Sobre todo cuando uno tiene seis en la época en la que la televisión todavía no es el centro del paisaje casero y la computadora y otras yerbas no aparecen ni en los sueños de los videntes.
En esos lejanos , arcaicos, tiempos, mi mundo era pequeño, se componía de sólo tres lugares; el viejo departamento en San Telmo, lleno de sol, con los pisos de madera siempre recién lustrados, la escuela que olía a polvo, pájaros embalsamados y papeles amarillentos , y el Parque Lezama, mi propia versión del paraíso. En ese mundo, todavía no se sabía de guerras, miseria ni crueldades. Sin embargo, o tal vez justamente por eso, mi idea de la felicidad y la desdicha era bastante particular; la humanidad se dividía en dos mitades, los afortunados eran los que tenían un perro, los otros, eran los desdichados. Demás está decir, en qué mitad habitaba yo.
Mi abuela tenía postulados inapelables; el perro necesita tierra, así que en un departamento, nada de perros, (yo me preguntaba en ese entonces, igual que ahora, si los chicos no necesitaban tierra, aire libre, árboles, pero parece que no, que los cachorros humanos pueden prescindir de todo eso y vivir perfectamente dentro de una gran caja de cemento) Además, los perros contagian enfermedades (por suerte los humanos no,).
La Ley era respetada en casa, y aplicada sin excepciones, manteniéndome como habitante permanente de la mitad oscura de la humanidad.
Entonces apareció Jack.
No recuerdo el instante mágico en que nos conocimos, como sucede casi siempre cuando nos topamos, sin anuncios previos con quien será “el Gran Amor”.
Jack era el dueño de una humana inglesa que lo adoraba.
Como buen terrier escocés, tenía un muy británico aire de superioridad. Años después, descubrí que otras razas son capaces de las más conmovedoras expresiones de tragedia, mientras que los terriers escoceses, siempre parecen un poco ofendidos. De todas maneras, Jack condescendió a brindarme su amistad y su afecto.
Dos veces por día, puntualmente, acompañado por su humana, cruzaba la calle para pasear por el parque Lezama. Cuando pasaba por el segundo piso, ladraba en su camino de ida, en el de vuelta, (sólo a la tarde, ya que a la mañana yo cumplía condena en la escuela), los ladridos eran mucho más fuertes y exigentes, hasta que los torpes humanos entendimos el mensaje, y a la vuelta de sus paseos hacía una escala de visita en mi casa.
Al principio, él y Mrs. Grow, se quedaban un rato, después él se quedaba solo jugando conmigo.
Hacíamos cosas prohibidas; nos revolcábamos en la alfombra y él me lamía la cara, especialmente la boca. Con éstas experiencias (clandestinas), quedó científicamente demostrado que lo de los contagios era un cuento; nunca le contagié nada.
Después de un rato, dejaba de jugar y se iba para la puerta, la visita había terminado, y yo lo acompañaba hasta su casa.
Por un tiempo, el Mundo, (el mío), fue un lugar más feliz.
Como todo el mundo sabe, no hay tiempo más corto que el feliz Mi tiempo de dicha no fue la excepción y llegó pronto a su fin.
La Sra. Grow tenía un hijo que hasta ese entonces, no figuraba en mi inventario de vecinos; estaba estudiando en otra ciudad. Hasta que un día se materializó como un joven Médico, que volvía a vivir en su casa materna,….con su flamante esposa.
En mi ignorancia y candidez, la aparición de estos personajes, no me pareció amenazadora, ni siquiera pensé que podrían tener algo que ver conmigo .Pero, ¡hay! La recién casada en poco tiempo quedó embarazada, y unos meses antes que llegara el bebé, Yack fue exiliado de su hogar, mejor dicho expulsado, por aquello de los pelos, y el peligro mortal que implicaba para un bebé convivir con semejante generador de enfermedades y catástrofes.
Yo no podía creer que pudiera pasar una cosa tan terrible, tan injusta, y tan estúpida pero no tuve más remedio que notificarme de mi ingreso (involuntario) al mundo real.
No lo vi nunca más. Sin embargo, medio siglo y muchos perros después, aún, con sólo nombrarlo, evoco la sensación de frotar la cara en el raso negro de su pelo, su olor, el ruido de sus uñas cuando corría sobre el piso encerado.
Yo sé que estás en alguna parte, y sé que lo sabés Yack, pero quería decírtelo una vez más, nunca, nadie pudo expulsarte de mi corazón.

Silvia Perrin

No hay comentarios:

Publicar un comentario