10 mar 2010

Tal vez sólo vean en mí a un exagerado sentimental
Sthendal




LOS TRENES

El tren es un sueño que se desliza, leí una vez en un libro y, desde aquel día, esa definición del tren me pareció la más bella del mundo. Desde niña había visto pasar los trenes al otro lado de mi ventana y me acostumbré a compararlo todo con el tren. Para mí, los deseos eran trenes que pasaban sin detenerse, la felicidad, un tren que nunca llevaba demasiados viajeros, el destino un tren con billete sólo de ida y la muerte era el último tren de la tarde. Tal vez por este hecho yo amaba los trenes con esa serenidad distante con la que se aman las cosas que no tienen alma y había escrito sobre ellos muchas historias, robadas a mi imaginación en las largas noches de invierno. Aquellos relatos permanecieron varios años en mi maleta, lastrados ya por color del tiempo y los dobleces del olvido, y al final, perecieron calladamente como perecen todas las cosas que no tienen un destino fijo. Las palabras concretas de mis historias de trenes se perdieron por los sumideros del olvido pero algunas anécdotas quedan aún en mi memoria, impregnadas de abandono y de distancia. Uno de ellos describía cómo durante un viaje en tren, atravesando un largo túnel, un viajero vio un pájaro azul sobre el claroscuro de la ventanilla. Brillante y mágico, su penacho de oro se asemejaba en la forma a la cresta de las abubillas. Entonces, el viajero pensó que aquel pájaro representaba el augurio de un feliz viaje y se dio cuenta de que el verdadero sueño de los hombres es sólo una visión surgida de las creencias de la infancia.

Otro relato refería que, cierto amanecer, el guardagujas se quedó dormido sobre las vías y en el paisaje de abiertas extensiones brillaba el acero asesino de los raíles. Dormir es siempre un efímero sustituto de la muerte. Parecía ya todo decidido cuando en la llanura, plena de soledad, se oyó un revoloteo de infinitos pájaros nocturnos que sacaron al hombre de su sueño. Aquel amanecer, pálido y soñoliento, el guardagujas abrió los ojos y contempló que, por entre el seto de mimosas, se deslizaba la primavera entre un apasionado olor a flores recién abiertas. Fue entonces cuando el hombre solitario descubrió a la primavera y la amó para siempre.

Pero, para qué seguir si me quedan sólo los argumentos, no las palabras, y son las palabras las que engendran y dan corporeidad a las historias. Preferible es darlas por perdidas en un abismo insondable y recuperar, simplemente, la memoria del tren y las emociones que puede suscitar: Cuando yo hacía el bachillerato mi amiga Gregoria Colón, que era hija de un ferroviario, me mandó al internado las fotografías de un descarrilamiento. En ellas se podía ver la máquina fuera de los raíles y algunos vagones amontonados sobre ella como despojos de una batalla. Aquel día escribí en el reverso de una de las fotografías la siguiente nota: Un tren descarrilado es un corazón roto. Esta simple nota, creo entender ahora, me situaba ya en el privilegiado grupo de los seres que anotan sus emociones, es decir, en el grupo de los que se sienten salvados por la literatura. Salvados del olvido y hasta de la muerte. Yo tenía, además, otra característica importante que me hacía digna de pertenecer a dicho grupo: era una sentimental, una muchacha frágil y vulnerable y esto lo había descubierto hacía poco tiempo: El día en que murió mi padre, una vecina llevó a mi casa una jarra de leche y me sirvió una taza. Y yo, que era todavía una niña, me quedé con el primer sorbo en la garganta. Frágil y sentimental, cuando los acontecimientos se deslizaban hacia la tristeza, las palabras me salían a borbotones, como un torrente, desde los más recónditos parajes del corazón. Había épocas en que me derrotaban las ausencias y entonces sentía la necesidad de escribir sobre los seres lejanos o perdidos porque la literatura y el recuerdo son la única forma de rescatar a los náufragos del tiempo y de la muerte, desvalidos en algún lugar, a expensas ya sólo de nuestra memoria. Escribía a borbotones cuando las fauces de la soledad se introducían en la penumbra de mi alma y me hacían sentir un escozor insoportable como si alguien hubiera arrojado un puñado de ortigas por las ventanas de mi corazón. Hubo un tiempo en el internado en que mis días tenían un tono desganado e insípido y sólo me consolaban mis amigas y mis canciones. A veces, una decisión le impone a nuestra vida cambios absolutamente inabarcables. Había sido yo quien había decidido marcharme de Bórmigos para estudiar el bachillerato y llevé a cabo mi decisión después de un tiempo sin rumbo en el que empecé a sentir cierta asfixia en el alma provocada por el desatino de esa edad en la que el entorno se queda pequeño y una siente la necesidad de desafiar al destino con todas sus consecuencias. Pero yo era una niña inquieta con la sangre atada a mi tierra y el alma acostumbrada a los horizontes abiertos. Perdida en la memoria de los campos soportaba muy mal la reclusión del internado y, por si fuera poco, las monjas me habían secuestrado un libro de Neruda porque, según la madre directora, en el colegio sólo se podían leer libros edificantes. Entre aquellas cuatro paredes, echaba de menos a mi pueblo, perdido en su llanura, a mi ventana bajo la sombra del emparrado y a mi cielo alto y azul. Allí había descubierto el verbo brillante de Darío y de Verlaine y había visto pasar los trenes como viajeros fugaces en busca de un mundo desconocido. Con aquel lejano rumor de trenes el recuerdo de Bórmigos emergía como un mástil en el mar infinito de mi soledad y, entre el remolino de imágenes amadas, me procuraba el bálsamo de las palabras escribiendo poemas que no serían edificantes desde el criterio particular de las monjas pero que me salían del alma. Sin embargo, no fueron aquellos poemas, que no llegó a conocer nunca nadie, los que me llevaron a escribir este libro, sino las historias de trenes, que mi madre había leído con fruición y de las que hoy sólo conservo un recuerdo desvaído como el de las flores secas del otoño. La literatura era pues, una experiencia de mis primeros años, un ángel que nacía de la oscuridad con luminoso batir de alas. Por eso renació fácilmente mi afición por escribir el día en que mi madre vio Amarcord, de Fellini y me dijo entusiasmada: ”Julia, tú que escribes desde niña y no lo haces nada mal, podrías escribir un libro en el que reflejaras el ambiente sombrío de nuestro pueblo durante la posguerra.”

Su sugerencia me pareció una idea feliz y, con la renovada certeza de que la literatura nos salva del tiempo y de la muerte, me puse manos a la obra aprovechando esas noches en las que el sueño y la vigilia jugaban sobre mi almohada o las horas muertas de algunos amaneceres. Pero, aunque mi propósito inicial fue leal con el encargo recibido, pronto la dulce emoción de la nostalgia se adueñó de mi pluma y sentí la necesidad de hablar de mis amigas o de mis amados e incluso de referirme a los naufragios de mi existencia con una voz apasionada y sincera que me llegaba en densas oleadas desde las riberas lejanas del tiempo. El bosque sin fin de las palabras envolvía mi mundo interior y lo asediaba. Me hablaban las chimeneas de la niñez, los cielos altos y azules y las flores moradas de aquella primavera.

Hacia la mitad del libro, mi madre repasó los borradores y me llamó al orden, visiblemente contrariada: “Julia, no es eso lo que yo quería. Amarcord es una historia realista y tú estás escribiendo un libro totalmente impregnado de romanticismo. Además, no tenías por qué haberte referido a historias concretas ni contar lo que sucede en el interior de tu alma ni citar determinados nombres. Una muchacha no debe hablar con tanta claridad de algunas cosas. Te estás quedando con el alma al descubierto y sería conveniente revisar varios capítulos”.

Pero yo, que he sido siempre una rebelde indómita, no secundé su invitación a rectificar el enfoque del libro y, como un pájaro exultante despierto con el alba, continué describiendo las experiencias de mi vida hasta la misma raíz de aquellos días mágicos y desconcertantes. Convencida de mi obstinación, mi madre me dejó, al fin, por imposible y Bórmigos se quedó como un telón de fondo de mis cuitas, manchadas ya por la decrepitud y las servidumbres del tiempo, el verdadero protagonista de todas las historias. No obstante, mi rebeldía no era una actitud soberbia sino una necesidad emanada desde lo más hondo del alma como si una parte invisible de mí se adueñara del paisaje igual que se adueña la lluvia de algunos días del invierno. Descabalgada del tiempo, me sentía expulsada del paraíso y, a través de las palabras, tenía que recrear la leyenda de aquel paraíso perdido para volver a creer en él con la misma inocencia original. Es el precio que debía pagar por no haber renunciado nunca a ser niña. Posiblemente mi madre no había pensado en esa circunstancia de la que nacieron luego todas estas páginas con el borboteo inquieto de un metal derretido.

Antes de terminar el libro quisiera contar una última historia de mi vida en Bórmigos. Una historia traída de los paisajes más próximos de mi memoria donde el tren es ya sólo un telón de fondo desvanecido y lejano y el amor una vaga presencia arrebatada por el olvido con la misma impiedad con que arrebata el viento las últimas hojas del otoño. Esta historia será el punto final del libro. En adelante no escribiré de Bórmigos sino de otros lugares igualmente amados.

Alondra

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