9 mar 2010

LA DOBLE APARIENCIA DE NUESTRO AMOR




Seudónimo: Cándida


Amor:
Como en cada día de mi cumpleaños, he recibido tu ramo de rosas. Treinta y seis rosas rojas, hermosas, como sólo la naturaleza sabe crearlas y tú elegirlas. Las retuve con tanta emoción contra mi pecho que los pétalos, delicados y tersos, se mancillaron con la sangre que brotaba de mis manos.
Hasta lo más perfecto tiene doble faz, la rosa no iba a ser la excepción. Por un lado, la belleza suprema de su cuerpo; por otro, las espinas protectoras de sus tallos contra los apasionamientos excesivos. Como nuestro amor.
Porque el nuestro fue así, de doble apariencia. A un extremo, tú, intentando disimular, te dejabas arrastrar por mis caricias y mis zalamerías por el pavor que tenías a que fuera descubierto tu más profundo secreto. Al otro yo, agobiándote con mis vehemencias amorosas porque te quería tanto que en mi mente no cabía la posibilidad de no ser correspondida.
A distancia se situaba ella, vigilante, inquisidora, sabedora de tu pesadumbre, aunque jamás te tendiera una mano. Tenía la convicción de que yo, la víctima, sabría cambiar tus tendencias sexuales.
Cuando en el segundo aniversario de nuestra boda me confesaste tu secreto mejor guardado lo tomé a broma porque me habías acostumbrado a un amor apasionado, pleno de mimos, de caricias, de tocar el cielo con la punta de los dedos cada vez que me tenías entre tus brazos. No podía creer que todo aquello que fuera fingido, que todo formara parte de un plan maquiavélico para lograr, a mi costa, ver hechos realidad tus sueños.
Me costó mucho esfuerzo creerte. Me ocasionó más sufrimiento comprenderte, asumir que habías vivido, desde que fuiste consciente de tu diferencia, en el peor de los infiernos. Y mi corazón me susurró que tú también eras una víctima y tenías derecho a ser feliz.
Cuando tu madre vino a reprocharme mi falta de arrestos de mujer para retenerte, supe que ella había sido cómplice del engaño. A ti te dejé marchar sin un reproche; sin un lamento; con mucho dolor. Cuando partiste, llorando te deseé suerte en tu nueva singladura; aún más, te hice ver que ésta sería siempre tu casa para que volvieras si tu nueva relación no cubría tus expectativas; con tu madre te sería imposible regresar. Añadí que equivocarse era de sabios, podías haber errado al tomar esa decisión, o quizás- quién lo sabe- podía ser un error mío facilitar tu huida al no emitir sola una queja.
Con ella fue distinto, con tu madre actuó la fiera que llevo dentro. No podía irse de rositas. No, amor, no lo podía consentir. No quise que se fuera de mi vida sin haber oído lo que tú deberías haberle dicho. Y me investí en tu vengadora. Porque tú tenías un problema que resolver y no recibiste su ayuda; porque yo desconocía la trama y fui la perjudicada. Y le pregunté: “¿por qué me ha usado como bayeta limpia honores si lo único que he hecho en esta vida ha sido quererle hasta dolerme los huesos?” Y se rió en mis narices. Me llamó lerda, deficiente mental y algunas groserías más que no te voy a contar porque te haría sufrir aún más. Entonces fue cuando, despacio, muy despacio, como el que reza una oración al dios contrario, le dije todo cuanto me vino a la mente. Le hice ver cómo un ser humano cuando nace espera recibir de su madre toda la ayuda necesaria, toda
la educación posible, no para ser el más hombre, el más alto o el más guapo, si no para ser la persona más feliz del mundo. Ella, a ti, que te parió tal como eres, lo que hizo fue poner guijarros en tu camino para dirigir tu tendencia sexual a su gusto y, eso, había sido su empresa fallida.
Le dije, también, que entre tú y yo no mediaba el rencor, quizás en mi pecho albergaba el dolor de no haber sido la persona más adecuada para ti. Porque, el amor de verdad, el amor desinteresado, el que no pretende recibir nada a cambio, el que no pasa un platillo tras una caricia bien realizada, es inmortal. Y ese es el que nos une a los dos. Yo, porque aún me estremezco cuando me llamas para desearme las buenas noches. Tú, porque, a pesar de la relación que vives- con todo el derecho del mundo-
sigues considerándome tuya como cuando nos dimos el primer beso y aún no habíamos cumplido los dieciséis años.
Lo de él fue distinto. Cuando llegó hasta mí, primero exigiendo, después pidiendo, finalmente suplicando que te olvidara, que no me mezclara en vuestra relación, sentí deseos de reír, de protestar y de consolar a aquella persona que aún no había captado la realidad de nuestro cariño. Y hablamos.
Nuestra conversación- si se puede llamar así a que yo hablara y él escuchara entre sollozos- duró casi cuatro horas. Supo de mis labios lo que había sido nuestra vida durante los años que duró lo nuestro, entre noviazgo y matrimonio. Cuando me suplicó que te olvidara, que él no podía vivir con la sombra de un antiguo amor sobre sus hombros, le hice comprender que tú eres para mí el aire que respiro, el agua que bebo, el sol que sale cada día; pero yo sigo siendo para ti la misma de siempre, tu mejor amiga, tu hermana, la mujer que más has querido en tu vida y a eso no te debería obligar a renunciar.
No, ese no era el mejor camino para hacerte feliz, le dije. Amar significa comprensión, desprendimiento, dar a cada uno el lugar adecuado para continuar, para seguir amando. Si él, para amarte, exigía que rompieras nuestra amistad y olvidaras tu vida anterior, lo consideraba un mal comienzo. Le rogué que aceptara el amor que me tienes, que no es el que yo hubiera deseado, pero sí es el mejor que me puedes dar. En nada perturba vuestra relación, incluso la engrandece.
Para llegar a esta conclusión- le dije- había pasado muchas noches de vigilia, muchas horas de ayuno, meses desatendiendo los gritos de mi otro yo, el rebelde, que me pedía que me arrojara al vacío porque ya no tenía otra opción.
Pero yo, incrédula en lo trascendental- continué – me aferré a mi irrenunciable convicción en la valía de los hombres. De todos los hombres, incluso del que acababa de hundirme en el más profundo de los pozos. Y desde esa oscuridad tan aterradora, desde ese buscar sin ver la salida, grité, expulsé mis demonios interiores, giré el rostro y miré hacia arriba y descubrí que, a lo lejos, casi inalcanzable, se divisaba una luz que podía ser mi salvación. Y me puse en tu lugar intentando descubrir, intuir, qué habría hecho yo si me encontrara en tu situación.
Y empecé a trepar, paso a paso, metro a metro, con mucho amor y más comprensión, y concluí que seguiría queriéndote, pero, en adelante, no te pediría reciprocidad.
Al marchar, tu chico me besó en el rostro y me abrazó. Me dijo que comprendía mucho mejor las cosas. Te sabía un ser excepcional, por eso se había enamorado de ti, pero desde esa tarde reconocía que eras el ser más afortunado del mundo y no por quererle a él, sino por tenerme a mí. Acabamos llorando los dos.
Disfruta de todo lo que te ofrece la vida, amor. El chico es majo, algo inmaduro, pero eso se enmienda con el paso de los años. Quiérele y respétale como quisieras que él lo hiciera contigo. Y recuerda que, aquí, al otro lado de tu vida, continúa reinando la esperanza.
Tuya siempre: Esperanza

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