11 mar 2010

LA NIEVE

La emoción más primitiva de la nieve es la que une

la soledad con el silencio, no la soledad del abandono

sino la que surge como un sentimiento de desposesión

y lejanía que anuncia lo poco que somos y la nada

que nos acecha.

L. Mateo Díez

Los días del desván


LA NIEVE

Durante los meses del invierno la nieve aparecía en Bórmigos de improviso, como un fantasma. En unas horas se encapotaba el cielo y las nubes estallaban, poco después, en un revoloteo majestuoso de diminutas mariposas blancas que, con su fría solemnidad, hermanaban los cerros y uniformaban los matices cromáticos del pueblo. Una danza fantasmagórica que parecía detener el tiempo en su lenta placidez hasta dejarlo adormecido bajo la apatía y los rigores del invierno.

Aquella blancura ilesa era un sopor helado, un huésped infinito y blanco que ocupaba los rincones más inaccesibles del paisaje y se apoderaba de él como si con su presencia cegadora y distante quisiera mostrar la cara oculta de una nada que no acababa de llegar pero que existía más allá de los confines del mundo. ¡Qué belleza tan fría e inhóspita! Daba la impresión de que las cosas se habían disuelto bajo su helada oquedad, en ese lugar donde el invierno entierra sus despojos, apenas huellas insignificantes de algo que aún no ha muerto pero que ya no existe, sumergido en una metamorfosis a medio camino entre la vida y la muerte. Aquella corporeidad blanca y deslumbrante desvalijaba los campos como una melancólica advertencia de la futilidad de todo lo existente.

Con la belleza infinita de la nieve llegaba también el silencio y la soledad porque su blancura impoluta borraba los caminos, desolaba los sembrados y disimulaba la presencia de las casas, desparramadas por la campiña, formando un paisaje de alabastro tan frío y desapacible como el temblor helado que presagiaba la misma llegada de la tempestad o como la sensación de vacío que emergía de lo que había quedado oculto bajo la nieve. En esas noches en las que el insomnio es un molesto compañero de alcoba o en los fríos amaneceres rescatados del sueño, la nieve era la memoria de lo perdido, el espejo refulgente donde se contemplaba la soledad, la expresión de una implacable fuerza que hacía tabla rasa de todas las cosas. Algo, en fin, que filtraba su cruda luz por las claraboyas, desde el otro lado del sueño, y que, con su belleza sobrecogedora, invitaba a meditar sobre los misterios que oculta la apariencia.

Tardé mucho tiempo en adquirir conciencia de que las níveas manos del invierno saqueaban el paisaje y lo hurtaban a nuestros ojos dejando una blanca desolación en esa verde campiña donde ahora yacen las utopías y reposan los sueños imposibles de los niños que fuimos. Esta conciencia devastadora de la nieve comenzó a forjarse en mí después de oír una terrible historia de lobos que nos contó la tía Ignacia, un día de invierno, cuando la tarde empezaba a desmoronarse y sus sombras se cernían sobre la inmensa blancura y la absorbían con aire de resignada tristeza para devorarla luego, en el cenit de la noche, y resucitarla al amanecer. Una historia que anegó mi ánimo con la misma inclemencia con que la tempestad azotaba los campos. Antes de eso, la nieve había sido para mí una especie de mago prodigioso que, por Navidad, extendía su capa blanca sobre el color pardo de las sementeras y sobre el negro del carbón y de las vías, mientras exhibía solemnemente el vuelo de seda de sus copos entre olivos de nata y tejados de azúcar. Su presencia benéfica y la euforia que la nieve despertaba en nuestros corazones se veía potenciada por los refranes de la tía Dolorcitas, como uno que decía “Año de nieves, año de bienes”. En torno a aquel refrán y a aquella presencia benefactora, que auguraba tiempos felices, el llano del tío Baldomero se convertía para los niños en un campo de batalla presidido por un muñeco enorme de nariz de zanahoria y bufanda de rayas que contemplaba impertérrito el ir y venir de la blanca artillería entre canciones y risas. Esa euforia de los juegos de nieve bajo el cielo blanco duraba sólo unos días, hasta que las nubes reventaban en fulgores, los caminos impolutos se tornaban en holladas rutas de nieve maltratada y el muñeco se derretía arrastrado por el agua de sus heridas, que goteaba en su camino hacia el suelo y corría por las fisuras del embaldosado hasta alcanzar la cañada, en la que desaparecía bajo la luz deslumbradora que fundía la nieve. Poco a poco, el sol devolvía a nuestros ojos el color verde de los campos, y el negro de las briquetas, apiladas en las proximidades de la estación, y sobre las tonalidades del paisaje, iluminado por una luz como de ámbar, aparecía, otra vez, el bello cielo azul de Bórmigos.


Alondra



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